El Sonido

Texto: Isadora Ponce

PAISAJE SONORO VIVO

“Un paisaje es una fisionomía de la tierra,es la tierra en cuanto al efecto que causa en nosotros. No es posible hablar del interior de uno mismo sin tomar una distancia. De la misma manera en que no se puede pintar un paisaje si te encuentras unido vitalmente a la naturaleza. Ese movimiento que es acercamiento a la vez que separación es, después de todo, una posición de exilio. Intento comprender e intento contestar a mi posición histórica desde este lugar vital. Siempre somos elementos de un paisaje más amplio y de un legado de cuerpos”.

Estevan Gómes Dávila

HUACO DEL VOLCÁN

La voz como sonido te prepara para el canto de una voz que narra. Diez segundo antes que el rasgado de la guitarra dibuje un paisaje que me conecta con el Sur, me quedo atrapada en esa resonancia que mi oído lo identifica como un re y siento en mi laringe resonar reeee-fa-soool-fa re sin que la palabra se articule porque mi cuerpo se siente entrando a un espacio en donde la naturaleza habla con sus sonidos.  Y aunque la voz me dice “antiguos los sonidos soplan volcán y virgen en su fiesta”, mi cuerpo se queda en esos armónicos del sonido inicial que difuminan las palabras y hacen de estas retazos: huaco de blanco ya lleva un altar, montañas, ritual, van recogiendo alhajas del volcán, desde la memoria… son mujeres las que rezan, manos, jardín, limpian caminos, ese es su ritual, su ritual, su rituaaal. El bajo como bombo, latido, tierra;  sonidos electrónicos que atraviesan la guitarra cortando al tiempo, interfiriendo algo que no es el retrato de un paisaje andino como una foto de los andes desde el mirada cartesiana[1], sino memoria reconstruida de un paisaje sonoro vivo, del cual solo tengo fragmentos vividos, borrados. Escucho en la Grecia las prácticas locales y cotidianas de una urbanidad ruralizada, que me vuelven a mi espacio geográfico ambivalente habitado por varias temporalidades y formas de escucha.

La imagino en el agua, en esa sensación que envuelve como órbita donde flotas mirando al cielo con trozos verde, el sonido de la voz amada que se mezcla con la corriente y la selva e implosionan hacia dentro poniendo en pausa la angustia que muchas veces produce un cuerpo desbordado en preguntas, que no se identifica con ciertas categorías, o más bien, con la disposición que les ha sido marcadas a estas. Nacimos mujeres, mestizas y Ecuatorianas, pero ¿qué significa esto? y aunque es ese sentimiento de desplazamiento y densificación lo que te lleva a buscar respuesta a esas preguntas, en ese proceso ellas se desvanecen, porque justamente es en el desplazamiento donde surgen los momentos de tensión, vibración y oscilación, donde te descubres agujereada y te vas construyendo como una textura de movimientos que mutan y transmutan, hechos de inflexiones, modulaciones, reflexiones, fluidez que se manifiesta en su música como formas transitorias que reorganizan la música y el canto, que es a su vez ella, porque como nos dice: “la voz es la identidad, es la huella digital de un artista, me refiero a la voz también como la voz de un saxofón, es la identidad.

Es reconocer de alguna manera tu individualidad anatómica y cultural, y esto también nos hace común”. Por eso, escribir sobre la Grecia y su música es escribir sobre su cuerpo como un trazado en el que diversos modos de mestizaje[2] se van articulando como pensamiento, que parten y resuelven de su relación con la música y el canto, de lo que está habilita a otros cuerpos que resonamos en el sonido, como búsqueda y sustancia que nos contiene.

“Hoy en día yo le percibo al sonido como en un recorrido super humano,  que va como desde el pensar, sentir y sonar, un recorrido del pensar y sentir que sale traducido en sonido. En ese imaginario está todo lo que esa humanidad ha vivido o puede imaginar. El sonido y la música hoy para mí es como un camino que comunica el imaginario y el sentir de una, que está dentro. A su vez ese sonido se enfrenta con quién lo escucha, quién también va a recibir ese sentir y va a generar ese pensar. El sonido es muy amplio, pero en general el sonido que me convoca, que me motiva y que me mueve es el que es emotivo, el que tiene dentro de su imaginario un propósito, el que despierta la emoción […] como yo le vivo al sonido es desde la humanidad, desde saber que todo el tiempo estoy pensando, sintiendo y comunicando”.

Vuelvo a su música, donde el redoblante se hizo aguacero, el acordeón voz y la voz baile que hace que la muerte nos sonría, que el andar se haga ligero[3]; que el  San Juan se pasee por el ombligo para sacarse el dolor[4]; que la sonoridad del jazz  en su voz, el saxo o el teclado sea caricia para amputar un cuerpo que es parte de tus días y tus noches, de tus lunas[5]; que en la narración que cuenta historias locales te veas como una mano que aprendió a referenciar,  a considerar,  a servir y mandar, a la encrucijada como parte de tu destino, a que la marimba sea también piedra[6]; que bailes en el contrapunto de la voces y la flauta el temblor de la tierra que nos habla[7]; que la música sea lenguaje que comunica y guarda un sentirpensar, que nos comunica a través de los sentidos lo sentido, la memoria y un conocimiento situado (Periáñez 2018, 33). Su música transporta sororalmente y usa el sentir, o la emoción que dice ella, como medio de expresión y fuente para producir un significado del mundo que articula relaciones entre diferentes tipos de conocimiento, y con esto me refiero a diversas formas de escucha en donde la oralidad se entreteje con sonoridades occidentales que son parte de su recorrido y educación musical.

Una de las cosas que más me gustan en mi escucha y encuentro con la música de la Grecia es que me llevan a un espacio múltiple, ese espacio de las “heterotopías” que dice Foucalt,  como esa multiplicidad de espacios -valga la redundancia- que guardan dentro de ellos prácticas sociales cuyas funciones varían, mutan y se constituyen adoptando diversas formas dependiendo de quién la escucha y de cómo se desenvuelve la historia (2018). No obstante, la dimensión corporal que encierra la vivencia de estos paisajes sonoros, a mí me llevan a comprender el espacio desde la memoria cultural, el afecto y la conexión con un territorio en su dimensión topográfica. Las narraciones musicales nos muestran su marco auditivo donde lugar, cuerpo y ambiente se integran entre sí, construido de varios universos sonoros que se tejen desde su niñez y que implican relaciones de poder y de conflicto.

“Cuando  vinimos a vivir en Quito y entramos a la escuela más formal, yo tenía una clase de música y no tenía un gusto musical definido, pero en la clase de música -en el Leonidas Proaño- el profesor era encantador, era increíble, era divertido, era lo máximo y me acuerdo que yo pasaba de un instrumento a otro y ese era como que el lugar en el que mejor me sentía la escuela. Por ese man, él me invitó a entrar a estudiar música al Conservatorio a los seis años. Entonces ahí entré y fue muy loco porque empecé y entré en el mundo clásico sin tener  un criterio desarrollado de lo que me gusta o no,  era como esto es la música y por acá es, eso es lo que tienes que tocar. Entonces para mí es muy importante el momento en el que rompí con lo clásico porque fue el momento en el que realmente me di cuenta cuál era la música que a mí me gustaba, no la que me impusieron sino la música que yo escogí, y me di cuenta de que la música que yo escogí era la música cantada, y sobre todo la cantada por mujeres, era la música latinoamericana  y la afroamericana, y siento como esa fue la música que dije “eso es lo que yo quiero”. A partir de eso fue como: oh no! y ahora me toca empezar de nuevo, pero era muy difícil salirse de lo clásico y del chelo porque todo el mundo decía “hay que hermoso tocas el chelo”….jaja, la típica, y yo decía: si toco sonatas y si hermoso, son gustos adquiridos, pero yo empecé a reflexionar sobre esto y a darme cuenta de que en Latinoamérica no te ponen unas sonatitas en el almuerzo para que escuches, no pues, no es la música que escuchas. Nosotros tenemos esta cosa de alegrarnos cuando reconocemos algo, yo veo tu cara, veo la sonrisa y ahí me alegro. Yo creo que hay una falla pedagógica en la onda clásica en el Ecuador que es como imponer la música pero sin invitarte a conectarte con la música desde lo cotidiano y a proponer una manera un poco más amigable. Pero no, entras a leer música desde el día uno y a tocar algo que nunca has escuchado. Entonces creo que no llegó de la mejor manera a mi vida. Cuando hice esa ruptura con lo clásico luego de estar en Argentina, fue como: ¡por fin voy a cantar y tocar la música que a mí me gusta! y ahí me dejó de costar estudiar, practicar, puedo cantar ocho horas si yo quiero, incluso no me duele nada porque estoy conectada, en sintonía con con la música que escucha mi memoria.

Al escucharla durante la entrevista pienso como para algunos cuerpos mestizos el momento de ruptura relacionado a nuestra identidad viene del irse, de habitar otro territorio donde te percibes como distinta y que, aunque parezca obvio, te das cuenta que la cultura no solo son adornos y gustos sino otra forma de pensar, de sentir y ser. Y este ejercicio de reconocimiento de la mismidad en la otredad te atraviesa sin pensarlo y de repente te ves un día empezando un búsqueda de entenderte por medio de la música, ya que desde niñas es el sonido el material desde y con el cual damos sentido y nos enraizamos al mundo.

“La pregunta llegó cuando tenía 19 años y justo cerca del 12 de octubre. Yo vivía en Córdoba en un pueblo y salió un docu donde se hablaba que no hay nada que festejar  de la colonización y ahí empiezan a surgir un montón de preguntas, y me doy cuenta que aunque yo compartía con este grupo de humanos el tema de esta resistencia a la colonización, aún así eres muy diferente… ¿y qué soy yo?. Y me empecé a dar cuenta de que nuestro mestizaje es un mestizaje bien profundo, bien andino, osea empecé a darme cuenta comparándose con los otros, con la diferencias porque si bien somos latinoamericanos no somos iguales […] Y en las preguntas y las venidas a Ecuador empecé a buscar música ecuatoriana, me iba a los conciertos de la Margarita Lasso, me compraba los discos, compraba la enciclopedia de la música ecuatoriana, como que ahí nace la necesidad de entender cuál es la música del Ecuador. Pero hoy en día lo más bacán es que empiezo a entender que ese mestizaje y la música ecuatoriana la han limitado al pasillo y el albazo, que es la música mestiza ecuatoriana blanqueada ¿me entiendes? porque los pasillos más runas, los albazos con palabras en quichua en nuestra generación ya no sé cantaban, ¿cachas?. Entonces, irse a las canciones que están en quichua o más allá: a la música de las comunidades. La música ecuatoriana, y más la música de los pueblos no es que es del Ecuador, es muy pobre limitar que somos una bandera, una identidad nacional”.

Búsqueda que te muestra la construcción de tu oído colonial que no solo marca la música a la que tenemos acceso, divisiones como “académico” y “popular” o la necesidad de llevar la música a formas logoformicas como la partitura o el encasillamiento de esta en géneros musicales, etc,  sino la manera de entender el sonido y su relación y función con uno misma y con el mundo. Si bien lo clásico y lo académico, que en ella también está presente en el jazz por su formación en la USFQ, son herramientas que le permiten leer partituras y tener más “semillas para el jardín” de expresión que es su universo sonoro, hay un lenguaje que le es cotidiano, que lo escucha en el entorno o en esa memoria que es su primer recuerdo con la música y el canto. Lenguaje que se expresa y piensa distinto al sonido y que no ha sido aprendido desde esa consciencia, justamente por los procesos coloniales de borramiento, pero también porque responde a un conocimiento afectivo y corporal, y por ello, excede características materiales. Como sostienen varias musicólogas sobre el conocimiento sonoro: “una forma no discursiva de transición afectiva resultante de los actos de escucha» (Kapchan 2017, 2). Y que en su caso, es justamente su proceso de mestizaje el que la llevan a querer entender y comprometerse con la tradición oral que también es parte de su cuerpo y que poco a poco va encontrando desde distintos caminos, inclusive en la casa de su abuela en Latacunga donde descubre conexiones con esas tradiciones mestizas que se borran por su herencia indígena, pero son parte la memoria: de ella, de su familia, de nuestro espacio (mirar máscara Huaco). 

“En mi proceso creativo he buscado mucho el tema de la oralidad: o sea aprender de oído la música. Ir a lugares donde están mujeres cantando y escuchar,  solamente escuchar, nada más, oír y solamente conversar y escuchar -no sé como desde el tema de la escucha-. Luego, darme cuenta en ese proceso que el hecho de que nosotros hablemos o demos de qué hablar es súper importante para esa oralidad. El hecho de que yo hable y cuente historias, cuentos, leyendas, o hable de ciertos personajes arquetípicos, invita a que todos nosotros hablemos de eso, y al hablar de eso revivimos la experiencia mágica qué es -no se- todo esto que se genera dentro de nosotros la tradición oral”. Lo narrado en su música que tiene una dimensión central vuelve a circular el conocimiento, a lo oral como forma de transmitir saber, pero no uno que pretende ser representación de la vivencia del mundo comunitario e índigena, sino del suyo propio y de su proceso.

“En esta búsqueda del mestizaje he encontrado mucha tristeza porque somos pueblos oprimidos, hemos sido pueblos esclavizados y sobre todo las mujeres: hemos sido oprimidas, esclavizadas y silenciadas. Y también he encontrado mucha celebración con mucha alegría, con mucha orgullo, o bueno, tal vez yo he intentado ir como por ese lado,  decir cómo puedo celebrar esto que estoy y no entristecerme de esto que soy […] Creo que hoy entiendo el mestizaje desde un lugar por un lado de privilegio, y por otro, desde un lugar de libertad. O sea de decir si, no somos indígenas, que bacán sería hablar quichua y tantas otras cosas, yo envidio eso pero no soy eso, pero de alguna manera también vivo el mestizaje desde cierta libertad para interpretarme y ser, pero siento que este mestizaje implica una responsabilidad de conectar y colaborar con la gente que habita el Ecuador y dejar de  priorizar la manera blanca mestiza de ver la cultura y de ver la música. Implica un camino de reconocer las manifestaciones de todos y de apreciarlas y valorarlas, y como gestora, de abrir los espacios”.

Un proceso que en ella es “súper conflictivo, super difícil, que siempre me está generando conflictos y contradicciones” pero que lo aborda desde la “alianza y la reciprocidad”.  En su búsqueda musical y de vida está en permanente contacto con comunidades de Imbabura y la selva donde intercambian cada cual el conocimiento que puede dar, “es como llegas a la casa de tu pana con el pancito”, ese pancito que en ella son talleres lúdicos, de técnica y entrenamiento vocal o de gestión, “no desde un lugar de imponer” sino de intercambiar conocimientos porque como dice “no es que uno no tiene nada para dar porque es mestizo ni que tampoco uno es el que sabe todo”. Como ahora, que chatea en su celular con Jesús de Humanzapas porque se van de gira y le pide ayuda en eso, “ somos panas y él me lleva a la comunidad y me comparten su música, pero cuando necesitan un favor me lo piden. Es un tema de compartir lo que uno sabe, los contactos, mantener esa lógica de la reciprocidad”. 

Intercambio de conocimiento que es afectivo y vivencial, que puede entenderse desde distintos planos y que se inscriben en su música de maneras diversas. Si volvemos a esta, por ejemplo, en Huaco de la Montaña pieza con la que inició este relato, existe un vínculo y una forma distinta de relacionarse con los lugares que me llevan al concepto de lugar propuesto por el antropólogo colombiano Arturo Escobar, los lugares para él reunen “cosas, pensamientos y memorias en configuraciones particulares” (2001,143), La canción no solo recoge al Huaco como un personaje fundamental de la fiesta de la Mama Negra de Latacunga, sino su vínculo familiar con esta: la casa de su abuela, como ella vive y siente este lugar “para mí cantar eso, desde mi lugar contemporáneo, desde mi otro mundo es también como apropiarme de lo que yo soy, de mi historia y también rendirle de alguna manera un homenaje a la familia, a Latacunga a todo eso… buscar el sonido, cómo sonaría el Huaco […]  un poco es contar eso, el personaje, el lugar, la Latacunga, que parece un lugar que no pasa nada pero tiene tantas cosas, tantos símbolos que reviven un montón de significados”. Sus narraciones musicales reflejan como somos “lugares”, como dice Escobar siempre nos encontramos en ellos, el “lugar” es la experiencia de una locación particular con una cierta medida de pertenencia, un sentido de las fronteras y conexiones con la vida cotidiana (2001, 140–43). 

Un entendimiento del paisaje sonoro, pero no desde la idea de Murray Schafer como una forma de dar cuenta del entorno sonoro a través de un registro de sonidos del espacio, como si fuese una imágen independientes a la forma de escucha y a nuestros cuerpos cargados de historicidad, sino como una forma de estructura de organización y pensamiento que acarrea el contenido y la expresión de un territorio[8] a la vez que lo reconfigura creando uno nuevo y desencadenando otras relaciones y afectaciones, lo que para los filósofos franceses Deleuze y Guattari sería un ejemplo de assamblage[9] (Ponce 2020, 121). Yo escucho al sonido en su música como una sustancia que está presente para la experiencia, donde el conocimiento sonoro que generan se forma en el encuentro entre este, el sujeto, el entorno y su contexto (Feld 2015).   

En la música de la Grecia cada pieza es un pequeño paisaje sonoro que narra y nos afecta de distintas maneras, lo cual me hace volver al concepto de “paisajes sonoros vivos” que propuse en mi tesis de maestría para entender la relación entre música y espacio en otros compositores mestizos (Ponce 2018). Dicho concepto, parte de un cluster de conceptos, pero principalmente del entendimiento del paisaje desde la noción de ‘paisajes vivos’ propuesto por la urbanista ecuatoriana Karina Borja, en el cual los paisajes son entidades vivientes que reflejan una vida-en-relación[10] (Borja 2016,en Ponce 2020, 122). Para Karina, los paisajes vivos funcionan como elementos coercitivos entre: sujeto-sujeto, sujeto-territorio y humanos-no humanos a través de los sentimientos vinculados que producen, donde la relación y la apropiación de estos se da por los afectos y las relaciones filiales que se producen a través de prácticas de vida y de habitar el espacio[11] (Borja 2016, 26, en Ponce 2020, 122). Desde mi lectura, la música de la Grecia – al igual que otros compositorxs locales- funciona como paisajes vivos: lugares que reúnen diversas formas de habitar el espacio en los que no hay unidad, ya que cada paisaje tiene su propio carácter, cualidades y sentimientos porque se han creado de manera diversa, en diferentes localidades y por diferentes personas (Borja 2016, 21, en Ponce 2020, 122). 

LA GUACAMAYA

La primera vez que escuché La Guacamaya sentí el aire en los poros, los sonidos de un paisaje sin humanos con la guitarra empastadose en la piel, ese canto de las cuerdas que luego se vuelve voz arrojandome a la memoria, a la voz de mi tío Max y a la confusión de mi cuerpo de diez años entrando a su restaurante en Santiago de Chile con la ansias de escucharlo cantar y mirar a él y a mi mamá sentados en un silencio que tragaba la tierra. Escuchar su voz diciéndome “Isadora, mi amor, siéntate, José murió”. Mi primo de ocho años había muerto cortado la yugular por el tractor en el que hace un mes habíamos jugado. Yo solo puedo acordarme la pausa entre sus palabras, el timbre de su voz, la serenidad de su cuerpo, el sonido de la cocina mezclados con los autos, el aire frío tomandome toda y las imágenes de nuestras botas moradas de caucho, las bicicletas, la tierra en los bolsillos, el olor a leche ordeñada, mi mano sosteniendo un tocte y la de él una piedra explotando y derrumbando nuestra cueva de hojas de caña. El dolor entrando  por todo el torrente sanguíneo hasta perder la conciencia y que todo se vuelva borroso. Recobrar la memoria acostada en una cama y sentir las manos de mi mamá que como arena suave masajeaban mis pies, mientras ella y él me cantan el Run run se fue Pal´Norte[12]. Sus voces arrullando el dolor, el sonido trayéndome de nuevo la vida, marcando mi paisaje de la muerte. Quizás por eso, cada vez que se abre otro abismo lo busco y encuentro en la música esa pluma que borra la penita y que le da color al desierto blanco en el que te ahoga el duelo. Como el día en el que él murió: la luz de las 7:00 am iluminando una sala llena de maquetas, vacia, donde estoy yo, mi computadora y una persona de mantenimiento disfrutando del poco tiempo que nos queda de silencio. Luego llegarían los estudiantes, la llamada de mi mamá desde Chile, el entierro a la distancia atiborrado de sonidos y yo anclada nuevamente a la música, escuchando una y otra vez La Partida[13] tocada por él, dejando que su bombo nunca deje de ser latido, volviendo al espacio donde nos conocimos, dejando que el sonido sea palabra, voz, mano, política, utopía, forma de vida. 

Para Borja, existe una correlación entre el paisaje y nuestra vida: «soy paisaje», «somos paisaje» en un proceso de enseñanza y aprendizaje mutuo (Borja 2016, 22, en Ponce 2020, 122).  Y mientras pienso cómo la música me llevó de una manera afectiva e intuitiva a mi vida que se mezcla con memorias, tradiciones y sensaciones que no puedo nombrar, reafirmo que la música para ciertos mestizajes es una forma de conocimiento que se resiste a formas logocéntricas y se transmite auditivamente. Abriendo la dimensión política de su música que muestra las ambigüedades y contradicciones de nuestro proceso de mestizaje y saca a la superficie las diversas formas de escucha y las relaciones de tensión inmersas en esta. Mostrándonos la conformación de un odio colonial que a la vez que funciona como contenedor de identidad que continúa reproduciendo asignaciones entre cuerpos, lugares y sonidos permeados por relaciones de poder, también funciona como forma de reconstruir, reclamar y transmitir conocimientos locales y reivindicaciones sociales, como es el tema de género en su quehacer. 

En la Grecia, así como en varias de las mujeres de este archivo: Karina, Janeth, Mariela, TakiAmaru, Mayra, Tania, los sentidos son el medio de expresión y fuente para producir un significado del mundo desde una epistemología del sentir situado. La música opera como una forma creativa de pensar en el acto, desde la escucha y de manera procesual, donde el cuerpo es el contenedor y productor de significado. Que ese sentir guardado en el sonido, que dice la Grecia, comunica y despierta una afectación que nunca podemos atrapar completamente, así como nuestros cuerpo mestizos, porque el mestizaje no es un campo constituido sino una sucesión de relaciones históricas precarias, violentas, dolorosas, alegres, ligadas al movimiento rítmico que no dejan de transformarse, como la música de ella, que transita historias, instrumentos y sonoridades.

 

[1] Martin Jay propone tres regímenes de la mirada que se establecen en la Modernidad en los que se incluye la “mirada cartesiana“. Para el autor, es forma de ver busca  cerrar la brecha entre la imagen y la «realidad» y adquiere ciertas características como una visión biplana donde se retratan paisajes y personas, además de otras técnicas de la imagen. Tanto para este autor como para Debora Poole este régimen tiene una  relación simbiótica con la mirada racial y representa la mirada dominante en la Modernidad (Jay 1988, Poole 2000).

[2] Si bien para varias corrientes ya no deberíamos hablar de mestizaje al ser una categoría colonia  inventada por blancos que sigue reproduciendo dichas relaciones. En el testimonio de Grecia el mestizaje es uno de sus personajes principales, haciendo referencia a la narratología como metodología utilizada para la construcción de estos relatos. Abordo el mestizaje desde lo planteado por Francois Laplantine y Alexis Nouss (2007) que recogen una multiplicidad de formas transitorias que se organizan en manifestaciones diversas y se reconocen por un movimiento de tensión y oscilación que da cuenta de una experiencia y pensamiento mestizo. Para los autores no existe una forma constituida ni “el mestizaje”,  sino modos infinitos que tiene ciertos aspectos transversales como: resistirse a la fijación de categorías, albergar ambigüedades y contradicciones, una subjetividad que habita un “yo entre varios”, que asume no lo identitario, ya que esto supone una fijación, sino la identidad como devenir, no como un término de pertenencia colectiva “sino como una decisión personal cuyo valor descansa en el riesgo asumido de la pérdida de lo identitario: la elección de pertenecer a una o varias comunidades, al mismo tiempo que se participa en un proyecto social que las acoge” (35).

[8] “El tema del paisaje para mí es súper importante porque también tiene que ver con ese mestizaje y esa diversidad que implica ser ecuatoriano, y entonces yo, a través de mi música y de mi repertorio, es como que sí estoy buscando como un lenguaje de música ecuatoriana, ¿cachas? entonces es como ¿que te hace ser ecuatoriano? y para mí está muy presente el tema del paisaje de Los Andes, del sincretismo”.

[9] Los filósofos entienden  a esto como partes agregadas constituidas por diversas relaciones dentro de la «ecosofía». Assamblage o agenciamientos (en su traducción al español) son reuniones abiertas que plantean dos lados: la organización de los cuerpos y su potencial. Ellos parten y se forman a través de un territorio particular, sosteniendo el contenido y la expresión del mismo: son la enunciación y la práctica del territorio, a la vez que lo modifican creando uno propio (Deleuze  8,9).

[10] Karina realiza una crítica a la compresión exclusiva del paisaje desde un enfoque puramente occidental, articulando el pensamiento indígena a su concepto. El pensamiento indígena o también denominado Amerindio es un paradigma epistémico y ontológico que se basa en la cosmovisión del Abya Yala. Su centro es la relacionalidad: las interconexiones entre las partes y el todo. Desde este punto de vista el mundo se percibe como una red de relaciones que conoce y expresa su conocimiento en la educación, los rituales y las fiestas. La relacionalidad circunscribe los principios de: correspondencia, complementariedad (karywarmikay), vivencial-simbólico (mitos y ritos) y reciprocidad (ayni) (Borja, 2016,pág. 12 en Ponce, 2020, 122).

[11] Para el mundo indígena esto se da en las festividades, los ritos y el mito (Borja, 2016, pág. 18).

Bibliografía

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  • Ponce Berrú, Isadora (2020). Música Mestiza: Una topografía De Historias Particulares De Escucha. post(s) 6 (1). https://doi.org/10.18272/post(s).v6i1.1944

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